Desde hace unos años, he sido relegado de ciertas funciones relevantes a otras menos vistosas. Cuestión de edadismo, aunque no lo reconozcan. Pero a estas alturas de la «película», tampoco me preocupa en exceso.

Ana, mi jefa, tiene catorce años menos que yo. Es una mujer muy preparada y solvente y aunque nuestra relación comenzó regular, porque -en mi opinión- entró en la empresa como elefante en cacharrería, ahora, pasados cinco años, nos llevamos muy bien, con respeto y aprecio no exento de complicidad.

Estamos contratando a jóvenes para un nuevo proyecto y Ana, me indicó que quería que estuviese presente en las entrevistas, porque valoraba mi “intuitivo” punto de vista. La Dirección de Recursos Humanos había hecho dos cribas consecutivas y quedaron solo seis candidatos(as).

Finalmente, la empresa contrató a la candidata que propusimos, una chica de treinta años, que nos contó con esmero sus estudios y experiencia. Se la veía desenvuelta y su actitud positiva y sus ganas nos llamaron mucho la atención.

Un par de semanas después, cuando Ana y yo nos dirigíamos a tomar un café, otro compañero llamado Félix, nos dijo que había conocido a la candidata elegida, que parecía muy bien preparada, aunque -y aquí vino la sorpresa- estaba un poco gordita.

La cara de Ana cambió de inmediato, y aunque intenté adelantarme a ella, no lo conseguí, y se despachó a gusto, porque sus desavenencias con Félix eran diarias,

-No entiendo que tiene que ver su peso para ser una buena profesional, y disculpa pero, me llama poderosamente la atención que lo digas precisamente tú, que te coges la polla a tientas cuando vas a mear, porque no la puedes ver del barrigón que has echado…

Félix, sorprendido y desconcertado, contestó,

-No os imagináis las ganas que tengo de perderos de vista.

No pude evitar soltar una carcajada, mientras le decía a Ana que había estado espectacular.

Ana me devolvió la sonrisa y me dijo,

-Vamos. Hoy invito yo al desayuno.


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